"Oculta tras la vegetación encontramos la mezquita. Las jaras y zarzales la habían cubierto casi por completo, pero la estructura del oratorio y los contrafuertes sobresalían, desproporcionados, sobre un recinto estrecho y alargado.
Sus rasgos no presentan dudas ante la evidencia arqueológica, así como tampoco ofrece confusión la documentación histórica que nos ha llevado hasta este lugar. Pueden verse los restos de la quibla, los gruesos muros reforzados con contrafuertes que soportaban la cúpula, la fuente cercana utilizada para las abluciones y sobre todo, la orientación hacia la Meca. La presencia de colmenas y el zumbido persistente y tenaz de las abejas nos hacen retroceder. Es peligroso acercarse, sobre todo, si el día es claro y soleado como hoy. Todo coincide y los elementos del puzzle van encajando. La ubicación de las ruinas, los restos materiales, la cerámica en superficie, los muros construidos en tapial, las casas convertidas en corrales y la cercana masía del siglo XVIII concebida como explotación agropecuaria, identifican este lugar como el despoblado morisco de Capaimona, en uno de los parajes más solitarios de la montaña de Alicante.
Enclavado entre la Vall d’Alcalá y la sierra de Alfaro, no muy lejos del barranc de Malafí, junto al viejo camino que comunicaba Alcalá de la Jovada con la vall de Seta, aparece el despoblado rodeado de encinas de gran porte que recuperan con la fuerza de las raíces el suelo que un día les fue arrebatado. Las terrazas de cultivo abandonadas nos hablan con dureza de una existencia aislada, cerrada sobre sí misma. Así vivían los moriscos y así fueron capaces de subsistir en este espacio marginal, áspero y accidentado, donde los cristianos viejos apenas se atrevían a entrar.
Los escasos recursos que esta tierra ofrecía se aprovechaban al máximo: pan de higo, olleta de blat, leche de cabra, almendras, aceite y algunos bancales de trigo que a duras penas podían cultivar. Trece familias, según el censo de Boronat, habitaban el poblado en 1602, siete años antes de la expulsión. Trece familias que, al igual que en el resto de los despoblados cercanos, Queirola, Atzuvieta, la Roca, Costurera, Beniasmet o los corrales de Salema, sobrevivían practicando sus costumbres y a escondidas también, su religión. Acosados por una cultura impuesta y presionados por la sociedad cristiana, a estos pequeños clanes, tan sólo les quedaba el patrimonio de sus creencias, y sobre todo, su familia. Sin estos lazos bajo los que se mantuvieron unidos hasta el final, jamás hubiesen podido permanecer en este entorno de total y absoluta pobreza. El fracaso de la integración les condujo a la expulsión, aunque económicamente estaban bajo el régimen feudal y eran explotados por los dueños de las tierras que habitaban.
Cuando el 22 de septiembre de 1609 se publicó el real decreto que sentenciaba el exilio, tuvieron tan solo tres días para dirigirse a los puertos de Denia y Alicante desde donde embarcaron hacia Oran. Allí tampoco fueron bien recibidos y muchos murieron durante el trayecto o asaltados a su llegada a África. Una tercera parte de la población valenciana, descendientes en gran parte de los hispanos convertidos a la fuerza con la llegada del Islam, dejaron la tierra que para ellos era su único y exclusivo hogar. No entendieron jamás los motivos de la expulsión y por qué tenían qué de abandonar a la fuerza el lugar que les había visto nacer, a ellos y a sus antepasados.
Cuando descubres a pie y en silencio estos lugares, los identificas de inmediato sin saber muy bien por qué. Algo hay en el ambiente te dice que estas piedras forman parte de tu propia historia, como si una parte de tu vida se hubiese quedado allí. Un intenso escalofrío te recorre por dentro, y por fuera en el ambiente, todavía parece escucharse la voz del muecín llamando a la oración desde lo alto de la mezquita. Hasta los pájaros dejan de cantar ante nuestra presencia y el silencio queda roto igual que quedó rota la algarabía y el trasiego de sus acemileros hace cuatrocientos años. Las montañas de Alicante, recortadas en el cielo, limpias, vigorosas y afiladas, crean un escenario que parece haber surgido del Rif, y hasta el intenso añil del cielo nos recuerda la magnitud del paisaje africano.
Capaimona, o Ca Maimona, de donde parece surgir la toponimia, es uno de esos lugares que a su paso, no te deja indiferente. Esta forma de vida diseminada, relegada, aislada sobre sí misma, era la única manera de subsistir a las presiones señoriales, la precariedad del medio y la pobreza de la tierra. La austeridad marcó una serie de penurias que tuvieron su continuidad en los colonos mallorquines que, cien años después, ocuparon estos valles. Pero ellos, los recién llegados, no fueron capaces de vivir, ni de lejos, en las mismas condiciones que sus predecesores moriscos. Ocuparon los pueblos mejor comunicados y la gran mayoría de las alquerías quedaron definitivamente abandonadas. Sus casas fueron utilizadas como corrales de ganado, como una humillación más, y así han llegado a nuestros días. La vivienda andalusí, lugar de encuentro consabido, arcos de medio punto, estrechas callejuelas enzarzadas con arcos cruzados, casas con techos de caña, madera y tejas, fueron el símbolo de una cultura milenaria, mediterránea, con un aire oriental que todavía se respira en el aire aunque se hundan, igual que la mezquita, entre jaras y zarzales.
Acabamos el día en la Queirola, otro despoblado morisco pero éste mejor conservado y más puro arquitectónicamente, con todos los elementos propios de la cultura islámica rural de origen medieval. En Queirola se conservan los arcos y las ventanas originales, ladrillos de trazados espigados en el suelo del patio y las distintas dependencias del hogar andalusí. Aparece documentado ya en el siglo XIII con motivo de las rentas que paga al monarca Al Azraq y es un claro ejemplo de hábitat musulmán que ha continuado hasta nuestros días. La Queirola siguió habitada por moriscos y después por cristianos hasta su definitivo abandono.
El tío Blanc de Planes y su familia fueron los últimos habitantes de la Queirola. Se marcharon tras acabar la guerra, justo el día que su hija, Roseta del Cel, bajó a pie de la aldea, vestida de novia para casarse en la iglesia de Beniaia, configurando una viva estampa del mejor cine de Berlanga. Roseta del Cel, recogiendo su cola blanca y el pelo envuelto por el viento, dejó atrás con lágrimas en los ojos, parte de su vida y su juventud, pero también un mundo de miserias y carencias que ya nadie quería recordar".